viernes, 12 de septiembre de 2008

Observaba la noche detenidamente, como intentando perder un recuerdo de él, de su cuerpo y de su piel con cada parpadedo; intentando depositar cada momento a su lado en una estrella distinta para perder los recuerdos, aceptando el alto precio de ese adiós, porque así se despedía, para siempre, de su alma, del amor.

Se preguntaba en silencio ¿Qué será de la causa de estos ojos inundados de vacío, de esas marcas de desamor?

La cortina danzaba en la oscuridad de la habitación, imitando el movimiento de las olas del mar; envolviendo su mirada en una niebla de seda, regalandole al cielo un instante de luz.

Sus lágrimas caían destrozando el silencio tan delicadamente que, entonces, nadie lo noto, que nadie pudo oírlo.

Cerro los ojos pronfundamente. Una vez más. Intento respirar traquilamente. Falló. Se negó a seguir. No volvió a levantar la mirada. Suspiro.

Habia bajado los brazos. Otra vez.

Estaba ebria de nada. Estaba loca de amor. La consumía la nostalgía. En silencio. Con cautela. Con dolor. La maltrataba la memoria, el recordar continuamente cómo él la había hecho sentir. La acobarda letalmente la resaca que le producía aquel último Te quiero.

Estaba ebria de nada. Estaba loca de amor.
Suspiro. Sintió las sombras. Sus sombras. Sintió, palpó, la fidelidad que aún, después de tanto tiempo, después de tanta crueldad le profesaba a ese amor perdido y marchito, irrecuperable, pero que había sido real.

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